viernes, junio 11, 2004

La Partida (I)

En la gran mesa que presidía la habitación se encontraban dos individuos sentados el uno enfrente del otro, escrutándose con detenimiento. Se podría decir que la mesa estaba completamente despejada, salvo por la botella de Ballantines medio vacía y el vaso que había junto a uno de los dos tipos. El que estaba sentado junto a la botella era un hombre flaco y demacrado, tenía los ojos enrojecidos y unas marcadas ojeras, la camisa la tenía empapada en sudor y sus manos temblaban cada vez que se servía. El otro, era más alto y corpulento y, con la excepción de una excesiva palidez, no daba muestra alguna de nerviosismo. Giró la cabeza y echó un vistazo a la habitación, se atusó el pelo y miró fijamente al otro hombre, ajeno al bullicio y al griterío de la gente que llenaba la sala.

Un hombre gordo entró en la habitación a toda prisa, estaba casi sin resuello cuando empezó a gritar.

- Silencio- gritó, aunque nadie pareció escucharle- ¡silencio!- esta vez el murmullo fue apagándose poco a poco- Las apuestas se cierran en un minuto, dáos prisa y recordad que la mínima es de un millón- continuó vociferando.

Súbitamente se calló y, en un tono mucho más sosegado, se dirigió a los dos hombres que se encontraban sentados en la mesa.

- En cuanto a vosotros, ya sabéis como va esto, podéis abandonar la partida cuando queráis, y el que gane se llevará el maletín, ¿entendido?.

Respondieron con un movimiento afirmativo de sus cabezas y el tipo gordo sacó de debajo de la mesa un maletín, lo depositó sobre ella y lo abrió. Buscó en las miradas de ambos un gesto de aprobación. Acto seguido lo cerró y sacó un gran revólver de su bolsillo, abrió el tambor, introdujo una bala y lo hizo girar. Se lo dió al tipo flaco y le dijo:

- Empezará usted, señor Castro- se volvió y gritó de nuevo- ¡Empieza la partida!.

Castro jugueteaba nerviosamente con el revólver, lo dejó en la mesa y bebió de nuevo. Ahora el sudor le recorría la frente y caía pesadamente sobre la mesa. Maldecía su suerte, a él mismo y, sobretodo, a ese condenado trío de ases que le habían hecho endeudarse hasta las cejas. Cogió de nuevo el revólver y lo amartilló.

- En fin- soltó con voz trémula- vamos al lío.

El chasquido del percutor inundó la sala, a la par que los murmullos se acrecentaban. Castro tomó una gran bocanada de aire y puso el arma en el centro de la mesa, al tiempo que se servía una nueva copa.

(CONTINUARÁ)

No hay comentarios: